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EL PACIENTE DUPLICADO

luisfva123

Actualizado: 25 ago 2020


Por Luis F. Valle A.


Farolez miraba a la enfermera. Sus ojos verdes, por encima de la mascarilla, se concentraban en su tarea.

-Su nombre es muy raro, Sahib -dijo ella.

-Es de medio oriente -respondió Farolez-, mi abuelo era de la India, el papá de mi madre.

-Debes ser el único con ese nombre -dijo la enfermera-. En cambio yo he conocido a tres Carla García, una más bajita, otra más gordita y una más bonita que yo -agregó, mientras retiraba, con delicadeza, la aguja del brazo de Farolez, y una gota de sangre espesa que se asomaba era aplastada por un copo de algodón colocado por unos delicados dedos fundados en látex.

-Debe ser difícil -dijo Farolez, soportando un leve ardor mientras la enfermera doblada su brazo y le indicaba que haga presión sobre el algodón-, pero no imposible.

La enfermera sonrió coquetamente y Farolez se sintió victorioso. Le gusto, pensó para sí, y ella le daba la espalda, desechaba la jeringa que acaba de usar y guardaba algunos frascos y bolsas de algodón en su neceser.

-Ahora descanse, Sahib -agregaba en tono de despedida, y le rozaba el hombro con una mano plastificada.

La enfermera desapareció tras la puerta. Farolez se dispuso a dejarse conquistar por el sueño, una vez más. Llevaba cerca de dos semanas en el hospital, ocupando una de las dos camas en una habitación del área de neumología. A su lado, la cama vacía le aliviaba. Dormir sin ser visto, se calmaba, y sus ojos se cerraban. La luz daba paso a una oscuridad que pronto fue luz nuevamente, y el sueño, lleno de imágenes, dominó su mente por un instante que pareció eterno.

Cuando despertó, el hombre ya estaba ahí, recostado en la cama que apenas un momento anterior había seguido vacía. Llevaba el rostro vendado por completo, y una delgada manguera transparente parecía introducirse en sus fosas nasales hasta un balón de oxígeno. El ruido que hacía al respirar era animalesco. Farolez lo examinó, pero era una tarea inútil. Quiso incorporarse, pero el neumotórax se lo impedía. La manguera, conectado aún a uno de sus pulmones, el derecho, era un implante incómodo que le dificulta la movilidad. La herida empezaba a arder. ¿Cuánto tiempo había pasado? El efecto del analgésico nunca era tan breve.

En ese momento se escucharon los pasos en el pasillo. La enfermera se detuvo en la puerta, examinando unos papeles sobre un tablero de duro plástico rojo. La vio sonreír.

-Te trajimos un compañero, Sahib -dijo ella dando algunos pasos en dirección al hombre del rostro vendado-, y no me lo vas a creer…

Farolez puso gesto de intriga, y ella continuó:

-Estabas muy dormido cuando lo trajimos, y eso que hicimos mucho mucho ruido arreglando la cama y con eso de la silla de ruedas -con sus delicadas manos iba palpando sobre la blanca sábana que cubría los pies del nuevo, luego cogía la baranda y continuaba-. Te decía, que no me lo vas a creer -y examinaba el tanque de oxígeno, ajustando la pequeña manguera-, se llama igual que tú -sonrisa, pero también sorpresa-. Y yo que creía que eras único.

Farolez no termina de comprender lo que sucede, las palabras que son dichas. Se acomoda nuevamente en su cama, y observa, solo observa, mientras la enfermera se retira, de nuevo. Esta vez no hay sonrisa coqueta, no hay satisfacción, solo intriga.

Farolez mira a su nuevo compañero. Su pecho, bajo la sábana, se hincha con cada inhalación, y se contrae con cada exhalación. Por lo demás, no parece moverse en absoluto. ¿Podría volver a dormir? Eran ya cerca de las cinco de la tarde, las visitas iban a terminar, pero a Farolez nadie lo visitaba. Hace varios años, quince, había optado por la soledad absoluta. Dedicado a sí mismo, a la rutina y su trabajo de oficina, sentía haber encontrado la satisfacción que le permitía no envidiar cualquier otra vida.

Pero aquel hombre parecía estar igual de solo. Tal vez, ¿Habría algo más que compartieran además del nombre? Farolez miró hacia la ventana. El sol arreciaba afuera, esforzándose sus rayos en alargar su pronta muerte hasta el enrojecimiento. Un breve pedazo de cielo era atravesado por la rama seca de un árbol cercano y un poste de alumbrado. Farolez quiso despejar su mente, y se dispuso a dormir nuevamente, para así ignorar el dolor que iba en aumento.

Cuando despertó, era ya noche entrada. Las luces estaban apagadas, pero Farolez pudo notar que sobre la mesa junto a su cama estaba la charola de la cena, con restos de comida. Hijos de puta, pensó para sí, pero al instante recordó a su compañero y tornó la vista en su búsqueda. La luz del farol que ingresaba por la ventana iluminó la cama vacía. Farolez se sorprendió, pero las vendas enredadas en la cabecera y con evidentes manchas de sangre le estremecieron. ¿Era caso un sueño?

El miedo le instó a incorporarse, a pesar del dolor. Entonces Farolez buscó en toda la habitación,, agudizando la vista en los rincones oscuros, pero no encontró nada.

De pronto, la silueta de lo que de día había sido una silla, ubicada en una de las esquinas junto a la ventana, pareció moverse, y Farolez se puso en sobre alerta. Una figura se fue incorporando, hasta que fue la silueta de un hombre. Con paso lento, y ante la inmovilidad estupefacta de Farolez, la sombra se fue acercando a la luz. Cuando esta le hubo llegado a la altura del pecho, la sombra se detuvo, de espaldas a Farolez, que seguía observando con terror. El hombre, antes rígido, empezó a hacer movimiento que, poco a poco, parecían relajar los músculos de sus piernas, brazos, espalda y cuello, hasta hacer tronar sus huesos.

-Siempre nos mienten -dijo de pronto, y Farolez saltó-. Nos dicen que somos únicos, pero nos mienten -agregó el hombre, y Farolez, retornando a una mesurada cordura con dificultad, intentaba comprender sus palabras y retener su voz-. Lo que no saben -continuó- es que eso facilita nuestro trabajo.

Y en un movimiento que Farolez no pudo anticipar, el hombre volteó y se lanzó sobre él. Por un breve instante, Farolez pudo ver su rostro, atravesado por haces de luz confusos que le decían que acaso todo aquello era un sueño o una pesadilla. Mientras el sujeto lo golpeaba en el rostro y cabeza, Farolez intentaba quitárselo de encima, pero parecía imposible. La pierna de su contrincante apretaba la herida abierta en su costado derecho, y Farolez sentía desvanecer de dolor, y acaso de locura. Mientras sus fuerza mellaban, Farolez intentaba dar lucha, pero de repente el hombre lo sujetó por el cuello, apretando con sus antebrazos cada vez más, y Farolez desfalleció.

En la oscuridad del breve coma, Farolez revivió el terror de aquella escena, una y otra y otra vez, hasta que una conocida voz lo devolvió a la realidad.

-Buenos días, Sahib -era la voz de la enfermera, y aún sin abrir los ojos, Farolez se supo a salvo.Sin sentir dolor alguno en su herida, en su rostro o en su cuello, se convenció de que todo había sido solo un sueño.

Los pasos de la enfermera al entrar a la sala le eran familiares. Ahí estaba ya, podía oír su sonrisa, con su resoplido peculiar. Y entonces Farolez intentaba también sonreír de forma juguetona, pero fue inútil. Intentó abrir los ojos, pero solo veía oscuridad.

-¿Le dije que hubo un error, Sahib? -preguntó la enfermera, y Farolez supo entonces que no se acercaba a su cama, sino a la otra, que estaba a su derecha.

Quiso hablar, y no pudo. Quiso gritar, y no pudo. Quiso tan solo moverse, pero le era imposible. El olor ferroso de la sangre penetraba sus fosas nasales, perturbando su cerebro.

-¿Un error? -preguntó otra voz, y Farolez creyó comprender.

-Sí, Sahib, fue algo tonto que hice por descuido -y río, avergonzada-. Supongo que de tanto estar cuidándolo confundí los datos de su nuevo compañero con los suyos. ¿Recuerda que le dije que se llamaba igual que usted? Pues no, usted sigue siendo único, Sahib. Este amigo aquí, que no nos puede oír ni ver, y que tampoco puede moverse, se llama Iván, Iván Gómez -y Farolez sintió que alguien acariciaba sus pies sobre las sábanas.

-Cosas que pasan -dijo la otra voz, risueña, y Farolez pudo reconocer, por primera y quizá por última vez, la suya.


FIN



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