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GRACIELA, o el inconcluso amor de una historia.

luisfva123

Por Luis Felipe Valle Asmad


Una lágrima caía por su mejilla, surcando las grietas que el tiempo había esculpido en su rostro. Escarbaba con su bastón en la tierra, intentando hacer un agujero junto a los tres racimos idénticos que parecían recién colocados, en el que pudiera dejar las flores que había comprado en la puerta del cementerio. La modesta tumba, rodeada de ostentosos mausoleos en los que yacían los cuerpos despojados de la pretensión que en vida gozaron antiguos hacendados y familias adineradas, era apenas un pequeño bloque de concreto incrustado en la tierra y cubierto de loza en el que se leía su nombre y una fecha reciente, que había sido colocado justo detrás del cerco que delimitaba las tumbas de sus padres y su hermano, bajo la modesta sombra de un árbol de molle. El pasto había comenzado ya a crecer en apenas un mes. Pronto no quedaría más de lo que la vegetación y la tierra, en complicidad con la lluvia y la intemperie dejarían ver, quizá una esquina desgastada, un nombre borroso y una superficie regular en la que no habría señales del entierro.

Se detuvo. La tarea era inútil, el extremo de su bastón, cubierto con una tapa de jebe ancha y redondeada, dificultaba su objetivo. Sosteniendo el racimo de flores con la mano derecha, estuvo tentado a dejarlo sobre la irregular lápida, pero se detuvo al instante, pues el pensamiento de volverle a fallar le estremeció. Sus manos temblaron, sus piernas se sintieron débiles, y cayó de rodillas sobre la tierra húmeda. La desesperación se desató, reptando por su espalda adolorida, se apoderó de sus manos, que dejaron caer las flores, y clavando sus uñas en la tierra empezó a escarbar, mientras las lágrimas cubrían su rostro, perdiéndose en las muchas arrugas de sus 81 años. Sólo una, que logró encontrar las fisuras de su nariz, pudo caer sobre la tierra que sus manos removían. La sintió, salpicando en sus dedos, muriendo con un crepitar lento, descendiendo, filtrándose, quizá, hasta el cuerpo mismo de ella. Se detuvo, colocó las flores dentro del exagerado agujero que acababa de hacer y lo selló con la misma tierra. El racimo quedó firme en el centro, ocultando, a medias, el nombre escrito sobre la loza, elevándose unos centímetros por encima de los otros tres, colocados detrás y a los lados.

Permaneció ahí, la mirada fija en cada letra que componía el nombre de la mujer que no había podido dejar de amar. “Graciela”, dijo en voz baja, y en su mente repasaba cada instante, cada beso, cada caricia, toda la historia que los tenía ahora ahí, juntos de nuevo, de otra manera, esta vez separados por esa vida que los había atado uno al otro y para siempre. En la rigidez posterior a su arrebato, estiró la mano y alcanzó a rozar, con la punta de los dedos de una mano como tallada en madera, la loza blanca de bordes azules. “Graciela”, repitió, y su cuerpo fue estremecido por la tristeza y el llanto que se reanimaba en sus ojos.

El viento mecía la copa baja del molle. Sobre su cabeza caían algunas hojas y los pequeños frutos rojos. El lento crujir de las delgadas ramas altas simulaba un largo y constante murmullo que llegaba a sus oídos convertido en una voz dulce y familiar que repetía la sentencia que lo había condenado hace ya 50 años. Sintió miedo, quizá por última vez, de las palabras.


marzo de 2018




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