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¿NUEVA NORMALIDAD? Apuntes vivenciales en la ciudad de Lima

Actualizado: 26 ago 2020

Por Luis F. Valle Asmad (1)


La experiencia cotidiana nos dice muchas cosas sobre lo que sucede en nuestra ciudad, y nuestra sociedad en general. A través de la cotidianidad ingresamos al orden de las cosas regulares, aquellas actividades que sabemos que están ahí al margen de nosotros y nuestras voluntades y que mantienen en funcionamiento la totalidad del orden social.

La denominada nueva normalidad se suponía que iba a trastocar esa regularidad, que era la nueva forma en que se tendría que convivir, entre individuos, en relación a los objetos mismos, de los medios, de las formas que sostienen nuestra ciudadanía, para el caso limeño en particular, y que regulan nuestra vida en general, en su transcurso.

Estos apuntes no cuestionan la noción discursivamente construida de la nueva normalidad; es, como el título indica, acercamientos a partir de la experiencia personal sobre lo que se supone que es, o debería ser. Recorriendo diferentes distritos de la capital uno encuentra contrastes que hacen saltar la cuestión. Distritos populosos y marginales, distritos inseguros, caóticos, donde los contagios por el COVID-19 se han disparado; distritos del orden, de las calles limpias, de la cuarentena inteligente.

La cuestión es ¿la nueva normalidad es igual para todos? Quizá baste recurrir a algunos momentos. Estuve primero en Miraflores, distrito de calles casi desiertas, de tráfico lento que, aún en sus zonas comerciales, mantiene un orden que se sabe dialógico entre el esfuerzo político del municipio y los ciudadanos. En los edificios, acoplados a los protocolos sanitarios (alcohol en gel y pediluvio con lejía), las personas trabajan cómodamente desde sus departamentos, desde sus habitaciones, desde sus laptops o computadoras. En los paraderos las marcas azules o amarillas que indican la separación sanitariamente adecuada es respetada. El uso de mascarillas es al 100%, añadiendo el protector facial aquí o allá, los mamelucos y protectores de cabello. Las personas van solas o en grupos pequeños. Los buses de las líneas formales de transporte no permiten subir a personas sin protector facial, ajustando además sus aforos, evitando así la aglomeración. Los negocios, de comida sobre todo, han decidido ocupar el espacio público con sus marcas circulares para crear espacios virtuales de espera a sus clientes, pero las veredas son anchas, y la circulación, en la mayoría de los casos, no se ve afectada por dicha irrupción. Hay policías y seguridad municipal por doquier, en cada esquina, los ve uno resguardando el orden y la seguridad. Las ciclovías no se han hecho esperar, ahora atraviesan calles que hasta hace poco las desconocían…

En el Cercado de Lima, en la franja que va desde el mercado central hasta Grau, la cosa es distinta. La aglomeración, marca indistinta de esta zona, no ha mermado ni se ha transformado. Solo en la avenida Grau, arriba o abajo en la vía expresa, el caos vehicular sigue siendo el mismo. Cobradores que, mascarilla abajo, pregonan las rutas de sus carros, y gente que, en la desesperación por llegar a sus destinos, se trepan a buses y combis llenas, sin mayor protección que una mascarilla de tela. Los comerciantes añaden al paisaje un toque de familiaridad que impide pensar en algún cambio importante. El problema es que ellos no pueden trabajar desde casa, lo han repetido durante toda la cuarentena en la que se les empezó a acusar de irresponsables y de formadores de focos infecciosos. Su reubicación en losas deportivas o parques zonales no fue precisamente una solución. La adaptación de estos espacios recreacionales para fines comerciales en condición de informalidad no funcionó. Ellos y ellas volvieron a las calles, y a los consumidores parece no importarles. Los que ven estas transacciones como un problema son los que no entienden la dinámica impregnada en el comercio informal, la capacidad de movilización, la búsqueda de nuevos puntos, la posibilidad de negociación que otorga esta misma capacidad, entre otras cosas, no eran compatibles con la restricción que supuso la ubicación permanente en un cuadrante reducido sobre un piso de tierra, lejos de la dinámica comercial envolvente de pequeños centros comerciales y zonas de negocios. Los paraderos son caóticos aquí, precisamente porque no existe una regulación de los medios de transporte que le dan uso. Al someter al usuario a la condición de no encontrar otro carro, producen el efecto de aglomeración que los caracteriza. La condición no es sanitaria en absoluto, más allá del uso individual de las protecciones adecuadas. Aquí se ve familias enteras caminando en grupo, y personas solitarias sometiéndose a los avatares del conjunto desordenado de los demás. Las tiendas aquí no tienen forma de utilizar el espacio público, quizá porque ya es demasiado “público”. En Parinacochas, donde reina el mismo caos anterior a la quincena de marzo, es simplemente imposible intentar ordenar una fila de ingreso y salida para los locales, llenos de pequeñas tiendas, aunque el intento se manifiesta en las inútiles marcas en las pistas y veredas con círculos coloridos separados un metro de distancia. A pesar de ello, en las puertas se hace presente una persona encargada de un control no muy riguroso, expendiendo gel o alcohol en las manos de los visitantes, y aquí o allá controlando la temperatura corporal de estos.

La cuestión salta a luces. Entonces ¿cuál es la “nueva normalidad”? ¿A cuál de estos dos escenarios corresponde esa supuesta nueva normalidad? Si se supone que es algo que las equipara en alguna especie de condición, tendríamos que anotar algunos puntos: primero, el uso masivo de mascarillas; segundo, las restricciones y "orden" de ingreso y salida (control temperatura y alcohol o gel); tercero, las marcas en el piso con un metro de separación (uso del espacio público); cuarto, el temor a la cercanía con personas desconocidas; quinto, despliegue masivo de fuerzas policiales y militares.

Sin embargo, cada uno de estos puntos que son los que evidentemente supone la configuración, al menos formal, de la denominada nueva normalidad, se puede hacer una observación: a la primera, que no en todos los contextos el uso de mascarillas es total; al segundo, que no en todos los contextos este control es riguroso; al tercero, que el uso del espacio público no es igual en todos los distritos y que ello impide la organización y el distanciamiento adecuado; al cuarto, que ese temor no necesariamente evita el acercamiento en ciertos lugares, situaciones o contextos; y al quinto, que este despliegue no ha sido homogéneo ni funcionalmente equitativo.

Sobre el primer punto, hay que decir que no todos los individuos poseen los mismos grados de conciencia social o sentido de colectividad, de la mano del sentido mismo del riesgo y la salubridad; esto a partir de las obvias diferencias en cuanto a accesos a medios educativos, culturales y formas de relacionamiento que permiten la construcción de dichos procesos. Esta diferencia se vuelve clave en cuanto contextos y condiciones socioeconómicas. Sobre el segundo, hay que decir que la naturaleza de las dinámicas económicas son distintas según uno se mueve por los diferentes distritos de la capital, y esto se empieza a definir desde el carácter de la economía que se da en cada distrito o sector. La economía minorista definitivamente no funciona al ritmo de la mayorista, ni la venta de ropa en tiendas por departamento funciona igual que la venta ambulante al menudeo o en grandes mercados de tiendas por cubículo. En general, hay economías cuya adaptación no requiere asimilaciones mayores que el orden que el protocolo sanitario exige, porque ya funcionaban bajo cierto orden que han podido fácilmente direccionar, tanto al interior como en el sector urbano en que se encuentran; o simplemente han adoptado modalidades que sus medios le permiten, como los negocios virtuales o el delivery o entrega a domicilio. Mientras otros negocios encuentran dificultades a este cambio porque implica ordenar algo que es imposible contener con un control de esa naturaleza. La transformación en estos casos depende de ordenamientos sectoriales de grupos económicos pequeños concentrados en espacios urbanos no propicios para ello. De aquí que este punto mantenga su relación con el siguiente, es decir, en distritos de clase media a alta, las veredas son generalmente más amplias, esto ha facilitado que los negocios formales puedan invadir una hilera para que sus clientes hagan colas sin interrumpir la circulación de los peatones, lo que a su vez les facilita ordenar sus propios negocios y los espacios interiores. Sin embargo, esto no funciona así en distritos populosos, en los que las veredas son más angostas, porque ahí las avenidas son masivas (4 o 5 carriles que han comido el ancho de vereda), esto hace que aquí la invasión se vuelva un obstáculo para la circulación, o que simplemente no funcione, ya que los usos y configuraciones de las veredas ya venía siendo diferente y las adaptaciones no pueden ser las mismas

Sobre el cuarto punto hay muchos detalles. Hubo un temor que pudo ser creciente en un comienzo, en cuanto a la forma de acercarnos a las cosas y las personas que antes nos proporcionaban ciertas sensaciones de seguridad, y que pasaban a convertirse en potenciales amenazas. Pero es un temor que se ha ido atenuando conforme ha pasado el tiempo, las medidas sanitarias han sido relajadas, el impacto de los medios de comunicación ha reducido a fuerza de la repetición exhaustiva, y las actividades de siempre nos han empujado a las mismas situaciones de antes, sin mayores cambios que una desconfianza que la necesidad disipa o que, en otros casos, simplemente no existe. Pero hasta aquí hay profundas diferencias que tienen todo que ver con lo ya mencionado, porque no es lo mismo poder trabajar desde casa y pedir deliverys para comer, que tener que recorrer 3 distritos para llegar al trabajo o tener que comer al paso en una carretilla o restaurante, pues en el primer caso supone que simplemente el acercamiento se puede evitar, además porque la mayoría de estos casos se concentran en distritos en que los servicios a domicilio ya se encontraban ampliamente expandidos y funcionales, mientras que en los otros el acercamiento es efecto de una necesidad que implica la economía familiar, la alimentación, la conservación de un trabajo manual o técnico, además de que los servicios de entrega a domicilio aquí son incipientes o se encuentran fuera de los mapas de ruta. Y todo esto tiene que ver con la conformación propia de los espacios, el carácter del ordenamiento y planeamiento urbano, con lo económico y comercial, con el transporte, la educación, las formas de diferenciación social, cultural, política, etc.

Y si, a esto, añadimos el último punto, simplemente podemos entender la profunda diferencia en esa supuesta nueva normalidad. Si uno recorre ciertos distritos, encuentra que la presencia de policías y serenazgos es relativamente masiva y ordenada; estos se hallan en las esquinas, paraderos, vigilantes de un orden que en su ausencia no dejaría de ser tal. En otros distritos, en cambio, uno encuentra militares y policías, y aunque son masivos también, estos se concentran en los lugares que son generalmente caóticos y que, aún en su presencia, lo siguen siendo. El problema es que estas formas de hacer presencia de las fuerzas del orden, suponen a su vez formas de definir las relaciones entre ciudadanos y Estado, entre individuos y gobierno. Mientras en unos casos esta relación mantiene un carácter preventivo, en que el resguardo busca mantener un orden preexistente, en otros se trata de un relacionamiento represivo, en que se esperan manifestaciones irregulares del desorden para aplacarlo.

Entonces ¿cuál es la nueva normalidad? Si nunca existió una normalidad homogénea. ¿Podemos hablar realmente de una nueva normalidad, sabiendo que el concepto trastoca el sentido elemental de lo normal como redefinido? La respuesta es No, porque en primer lugar vemos que solo nos referimos a ciertos conjuntos de prácticas que parecen normalizarse a fuerza de la exigencia sanitaria y la desconfianza, pero que en general no alteran la normalidad de las situaciones que vivimos. Sigue siendo normal la diferencia, las formas de habitar los espacios, de utilizar los medios, de represión y orden, las prácticas cotidianas. Vemos que se trata apenas de leves incrustaciones a la cotidianidad que no la modifican en su esencia, sino que la reubican, la trasladan, la prolongan o la someten a la fatiga del control y protocolos sanitarios, pero nada más. Hablamos entonces apenas de una cotidianidad con pasos extra, acaso una especie de cotidianidad sanitaria que se enmarca dentro de la normalidad de siempre, definida por las relaciones, procesos, diferencias, prácticas y discursos que estructuran nuestras existencias y las definen como vidas normales dentro de una sociedad con un funcionamiento regular.

La experiencia cotidiana nos lo dice, basta recorrer las ciudades, nuestras ciudades, para verlo y vivirlo; solo a través de la experiencia nos podemos dar cuenta de la realidad del funcionamiento de las cosas que el discurso político intenta disfrazar; solo desde la experiencia comprenderemos la verdadera naturaleza de los cambios que estos largos meses empezarán a provocar.


Notas

(1) Bachiller en Ciencias Sociales, especialidad de Antropología por la Universidad Nacional de Trujillo



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